(O “Juanín”, como también nos gustaba
llamarte).
Un día apareciste, así, sin más. Allí, tendido
en el suelo, a la vera del árbol del que seguro te habías caído, quien sabe por
qué. En alguna de aquellas ramas, estaría el nido que abandonaste, quizás, (o
eso me gusta pensar) para que nosotros te encontráramos. Sabías que no íbamos a
dejarte allí, solo, desvalido, sin apenas poder moverte, y con tu familia…quien
sabía donde.
En casa, aquel débil canto, que a duras penas
salía de tu pequeña garganta, en ese atardecer que tu vida se cruzó con la
nuestra, pronto sonó alegre, animado y feliz, por haber superado aquellos malos
momentos y por haber encontrado una nueva familia.
Los planes que teníamos juntos eran,
recuperarte bien, hacerte “grande” con nosotros, con nuestro cariño y tus ganas
de vivir, para tiempo después, conseguido ese objetivo y con la vuelta de la
primavera, llevarte de nuevo al lugar de nuestro inolvidable primer encuentro…y
devolverte la libertad que nunca debiste perder. Ese era nuestro sueño, verte
volar, libre, en busca de una nueva familia que fuera mejor para ti, con los
tuyos…
Te lo merecías, Pipi… de verdad.
Pero no pudo ser. Igual que nos ganaste el
corazón, nos lo rompiste, así, de pronto. Igual que habías entrado en nuestra
vida, te fuiste. De repente, sin avisar. Una mañana, tu voz ya no sonó. Y tu
pequeño cuerpecito dejó de moverse…
¿Qué cómo se puede coger tanto cariño un ser
tan pequeño en apenas veinte días? No lo sé, pero tú lo conseguiste. Con tu
simpatía, tus pequeños “vuelos” por el salón, tu bonito canto, y tu manera de
dormir, entre nuestras manos, al calor que da la confianza…
Pero yo sé lo que pasó. Tenías prisa, si. Por
sentir el sol, sentir el viento… y poder volar. Para siempre…
Te entiendo, de verdad.