jueves, 17 de septiembre de 2015

A "Pipi".




 (O “Juanín”, como también nos gustaba llamarte).

 Un día apareciste, así, sin más. Allí, tendido en el suelo, a la vera del árbol del que seguro te habías caído, quien sabe por qué. En alguna de aquellas ramas, estaría el nido que abandonaste, quizás, (o eso me gusta pensar) para que nosotros te encontráramos. Sabías que no íbamos a dejarte allí, solo, desvalido, sin apenas poder moverte, y con tu familia…quien sabía donde.

 En casa, aquel débil canto, que a duras penas salía de tu pequeña garganta, en ese atardecer que tu vida se cruzó con la nuestra, pronto sonó alegre, animado y feliz, por haber superado aquellos malos momentos y por haber encontrado una nueva familia.

 Los planes que teníamos juntos eran, recuperarte bien, hacerte “grande” con nosotros, con nuestro cariño y tus ganas de vivir, para tiempo después, conseguido ese objetivo y con la vuelta de la primavera, llevarte de nuevo al lugar de nuestro inolvidable primer encuentro…y devolverte la libertad que nunca debiste perder. Ese era nuestro sueño, verte volar, libre, en busca de una nueva familia que fuera mejor para ti, con los tuyos…

 Te lo merecías, Pipi… de verdad.

 Pero no pudo ser. Igual que nos ganaste el corazón, nos lo rompiste, así, de pronto. Igual que habías entrado en nuestra vida, te fuiste. De repente, sin avisar. Una mañana, tu voz ya no sonó. Y tu pequeño cuerpecito dejó de moverse…

 ¿Qué cómo se puede coger tanto cariño un ser tan pequeño en apenas veinte días? No lo sé, pero tú lo conseguiste. Con tu simpatía, tus pequeños “vuelos” por el salón, tu bonito canto, y tu manera de dormir, entre nuestras manos, al calor que da la confianza…

 Pero yo sé lo que pasó. Tenías prisa, si. Por sentir el sol, sentir el viento… y poder volar. Para siempre…

 Te entiendo, de verdad.

 Vuela alto, Pipi, vuela…